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Mujeres, deseo y vulnerabilidad

  • Abril Chantal
  • 27 sept
  • 2 Min. de lectura

La pobreza, el narcotráfico y la prostitución se llevan las vidas de las mujeres más vulnerables. Los cuerpos de las mujeres pobres pueblan una geografía de silencio y control que avanza en el mapa más vulnerable de nuestro país. La pobreza y la marginalidad hacen colapsar las categorías tradicionales de protección para los sectores más afectados, y borran las fronteras entre infancia y adultez.

El estancamiento económico profundiza la precarización extrema. La ausencia de un mercado laboral formal fuerte (nos) empuja a las mujeres trabajadoras hacia economías de subsistencia donde nuestro cuerpo se convierte en el último recurso disponible.

La informalidad nos vuelve invisibles para el Estado y dependientes de redes informales de supervivencia. Esta invisibilidad no es accidental: es la condición necesaria para la explotación de mujeres sin interferencias.

La pobreza y la marginalidad sacuden los cimientos de las categorías tradicionales de protección y derriban las barreras entre infancia y adultez: el arrasamiento de los límites entre etapas de la vida (niñez, adolescencia y adultez) desdibuja la frontera entre un ámbito interior resguardado y otro exterior, hostil, cuando lo que prima es la necesidad. La violencia se normaliza como mecanismo de acceso a recursos básicos: alimentación, vivienda, supervivencia. La victimización se vuelve transaccional. Transacciones así de violentas se normalizan cuando no hay opciones.

El negocio de la droga se erige como una industria aceptada, doméstica, en territorios donde se afinca con clanes familiares, luchas por el poder y control de las zonas, en connivencia con autoridades y funcionarios políticos y policiales. La denuncia y el rescate de las víctimas, en algunos casos, son la contracara de mecanismos que hacen posible la prostitución y el narcotráfico.

El narco ofrece ingresos inmediatos a mujeres sin alternativas y establece redes de dependencia que reproducen ciclos de violencia y explotación. Del «te mato para robarte» a la escenificación del poder en la mutilación de los cuerpos, las organizaciones criminales crean hechos y realidades sociales.

Sería absurdo obviar la cruda realidad en la que viven mujeres jóvenes y niñas que toman el camino de la prostitución u ofrecen forzadamente su cuerpo como consecuencia de la eliminación progresiva de opciones, en un contexto cultural de idolatría de la marginalidad y el dinero. Imperturbables a los cambios, el cuerpo de las mujeres se ve comprometido cuando las necesidades básicas condicionan las decisiones y constituye el material en bruto de «viejas tecnologías». Las mujeres son seres responsables y su sexualidad es algo que les pertenece. El precio de la libertad de la que supuestamente disfrutan las mujeres pobres es la contracara de la entrega de su cuerpo. No hay gratuidad en dar el cuerpo; no hay gratuidad en delegar la propia soberanía.

La complicidad social proviniente de las autoridades políticas y policiales, instituciones que se piensan a sí mismas como democráticas, está contenida por nuestra democracia actual, que construye sujetos descartables y que es compatible con la sobrecarga de la sexualidad: sin deseo. La denuncia y el rescate de las víctimas, en algunos casos, son la contracara de mecanismos que hacen posible la prostitución y al narcotráfico.

La precariedad no es solo económica: es habitacional, sanitaria, educativa, emocional; y sus aspiraciones quedan suspendidas entre la supervivencia inmediata y proyectos de futuro imposibles de sostener.

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