La curación torcida del deseo colectivo: Psicoanálisis del fenómeno Milei
- Ramsés Richani
- 16 oct
- 4 Min. de lectura
El año pasado, sobre el mes de septiembre, el Gran Hotel Provincial en Mar del Plata fue la sede de la Reunión Lacanoamericana de Psicoanálisis. Allí, psicoanalistas del largo y ancho del país se reunieron bajo el pretexto de encontrar un faro frente a los turbulentos tiempos que transcurren. Entre los panelistas de dicha edición, una figura destacó más allá de su reconocida trayectoria: la psicoanalista Haydee Heinrich. Heinrich planteó pensar desde el psicoanálisis un fenómeno que viene en aumento durante los últimos años como lo es el auge de los movimientos de ultraderecha, a partir de un concepto formulado por Sigmund Freud en su trabajo Psicología de las Masas denominado la curación torcida.
Ahora bien. ¿A qué se refiere Heinrich cuando habla de curación torcida, y cómo puede relacionarse al surgimiento del libertarianismo en la Argentina? Esas son las interrogantes que nos introducen a la presente indagatoria, y que se buscarán resolver.
En primer lugar, y partiendo desde la base, la curación torcida busca explicar cómo se manifiesta la libido, entendida esta como la energía psíquica vinculada a las pulsiones, cuando las personas atraviesan situaciones de impotencia o insatisfacción, y a la vez cómo esa energía se canaliza a través de la pertenencia a un grupo. La cuestión con el grupo es que cuando la persona afectada se integra a éste, su percepción de la realidad, comúnmente mediada por su conciencia, se debilita frente a la intensidad emocional que el grupo despierta. Esta identificación opera en dos niveles: la unión con el líder del grupo bajo la promesa de reparación o “curación” de las heridas emocionales y el vínculo con los otros miembros a través de la misma necesidad de ser curados.
Es de esta manera que se construyen mecanismos de defensa que permiten aliviar la angustia del sujeto junto al surgimiento de objetos o figuras que son capaces de otorgar placer. Este contrato emocional, sin embargo, tiene letra chica: si bien estas figuras contienen y ordenan la emocionalidad, lo hacen sin poder resolver el problema de fondo que originó ese malestar. Y es este malestar recubierto con afecto el que contribuye no sólo al rechazo absoluto de cualquier argumento que pueda poner en peligro aquel vínculo generado sino que brinda un escudo que los protege de cualquier amenace al vínculo, lo que los hace capaz de justificar e inclusive de alentar cualquier tipo de violencia que salvaguarde la mágica promesa de curación que encarna el líder.
Volvemos entonces a la pregunta inicial: ¿Cómo se relaciona todo esto al fenómeno libertario que se esparce en la Argentina?
Los últimos dos gobiernos -Mauricio Macri y Alberto Fernández respectivamente- marcaron profundamente el desarrollo político del país, dejando a sus anchas una sensación extendida de frustración, estancamiento y desconfianza, a causa de escándalos, crisis económicas y promesas incumplidas. Los esfuerzos individuales no consiguieron traducirse en mejoras colectivas, lo que dejó el terreno fértil para que Javier Milei, con su férrea postura en contra de esas lógicas tradicionales de la política, encarne discursivamente una promesa de reparación frente a las heridas narcisistas colectivas: la humillación económica, la decepción política y la pérdida del orgullo nacional. Su relato ofrece una curación simbólica y a la vez torcida. Propone un retorno al mérito, al valor y a la prosperidad que supieron hacer una Argentina grande, pero a su vez desplaza los conflictos estructurales hacia un enemigo externo -el Estado, la “casta”, los “degenerados fiscales”, etcétera-. Este discurso canaliza las pulsiones reprimidas del grupo y promete liberar al individuo de su angustia.
Durante la gestión de Fernández, además, la pandemia alteró el mundo, particularmente llevando a repensar desde el confinamiento las formas y dinámicas de las relaciones sociales. Es también en ese contexto donde Milei consolidó su capital político, en el espacio virtual, al funcionar las redes sociales como una masa digital, donde el intercambio líder-seguidor y seguidor-seguidor reforzó el sentido de pertenencia y refuerza su cohesión como grupo. Esa comunidad virtual supo transformar el displacer en fervor, y el discurso político operó como mecanismo de defensa colectivo, proyectando siempre la culpa hacia afuera, hacia la otredad. Si no son “los kukas”, es “la casta”; si no es “la casta”, son los “degenerados fiscales”. Mientras tanto, la figura de Milei continúa siendo elevada como el salvador que pondrá fin a todos los males de la patria, aliviando la frustración colectiva y reforzando una ilusión de “curación”, aun cuando el conflicto económico, social y emocional permanece regente.
Entonces, ¿cómo podemos entender la consolidación del fenómeno libertario en la Argentina? Tal vez, como sugiere Heinrich, asumir el rol de victimario parece una propuesta más seductora que confiar en la frágil esperanza que pueda brindar otro partido político de tener una mejora incierta. En este clima donde acecha la crisis, la impotencia y la angustia se vuelven dominantes, y la sociedad clama por dos cosas: un chivo expiatorio al que culpar y una lanza que guíe su voluntad, pasando así de la paranoia colectiva a la agresividad justificada.

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