Entre la sangre y el tiempo: a 70 años del bombardeo de Plaza de Mayo
- Justo Delgado
- hace 13 horas
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La historia argentina, como todos sabemos, está atravesada por el dolor y la violencia. Fueron muchos los episodios cuyas heridas aún no fueron suturadas. Uno de ellos, quizá el más premonitorio de los años venideros, fue el bombardeo de nuestra Plaza de Mayo, aquel fatídico 16 de junio de 1955.
Un grupo de militares rebeldes, pertenecientes a la Armada, protagonizaron el mayor atentado de nuestra historia, dejando un saldo de al menos 308 civiles muertos y más de 800 heridos. Tres meses después, el orden constitucional fue irrumpido y el General Juan Domingo Perón fue derrocado por la autodenominada “Revolución Libertadora”, que no contenta con la masacre previa, al año siguiente fusiló a sangre fría a otros 27 compatriotas, entre militares y civiles.
Hoy por hoy, sigue siendo tema de debate qué es lo que debería haber hecho Perón. Los militares leales le sugirieron fusilar a los sublevados. Dicha opción gozaba de sustento jurídico: el Código de Justicia Militar, en su artículo 621, prescribía la pena de muerte para los militares que se alzaran en armas contra la nación, dado que ello constituía una traición a la patria, tal como estaba definida en el artículo 33 de la Constitución.
Sin embargo, el presidente no fusiló a nadie: “entre la sangre y el tiempo, prefiero el tiempo”, sentenció. Asimismo, rechazó la propuesta de la CGT, que en septiembre se ofreció a formar las milicias obreras. Ante todo, el mayor estadista de la historia argentina optó por evitar una guerra civil. Fiel a sus principios, cumplió con la octava verdad peronista: “primero la patria, después el movimiento y luego los hombres”. A diferencia de los insurrectos, no estaba dispuesto a sacrificar la vida de miles de inocentes.
No obstante, trece años después había cambiado de opinión. En 1968, en una entrevista que brindó a Pino Solanas y a Octavio Getino, sostuvo que cometió un grave error: “Yo debí haber decretado la movilización, comenzar por fusilar a todos los generales rebeldes y a todos los jefes y oficiales que estaban en la traición, y dominar esa revolución violentamente, como violentamente nos querían arrojar del poder”. No eran los enemigos del peronismo; eran los enemigos de la República. Pero por entonces no lo sabía.
Hay quienes sostienen que dicho balance fue acertado. Perón, afirman, debería haber dado pelea. Si bien es contrafáctico, no está mal pensar que, de haber sido así, tal vez hubiésemos evitado uno de los más oscuros períodos de nuestra historia. Ahora bien, ¿qué tan legítima era esa opción? ¿Hubiese sido justo combatir la sublevación con las armas y fusilar a los rebeldes?
Thomas Hobbes diría que sí. Para el filósofo inglés, de hecho, fusilarlos ni siquiera habría implicado aplicar la pena capital. Las penas son para los súbditos. El rebelde, en cambio, es un enemigo, puesto que niega la autoridad política y rompe el pacto de protección-obediencia. Por ende, recae en el estado de guerra y debe sufrir según la voluntad del gobernante (Hobbes, 2018). En esta misma línea también podríamos ubicar a Carl Schmitt: “soberano es quien decide sobre el estado de excepción” (2009, p. 13). Haber aniquilado a los golpistas, en este sentido, habría sido reafirmar la soberanía popular.
Empero, otros autores discuten esta posición. El argumento hobbesiano se basa en la premisa de que un individuo puede entrar en guerra contra un Estado. Rousseau, por su parte, critica esa idea: “La guerra no es, pues, una relación de hombre a hombre, sino una relación de Estado a Estado, en la cual los particulares sólo son enemigos incidentalmente, no como hombres, ni aun siquiera como ciudadanos, sino como soldados; no como miembros de la patria, sino como sus defensores” (Rousseau, 1975, p. 42).
Sin embargo, hay una excepción: la traición. No es legítimo asesinar a un soldado de un ejército enemigo cuando este ha depuesto las armas. Pero sí sería legítimo ejecutar a un traidor, llegado el caso de que su vida significara un peligro para la libertad de los ciudadanos y la vida de la República.
Como se ve, habría sido legítimo sofocar el golpe y aniquilar al enemigo. Había motivos filosóficos y existían los fundamentos legales. Pero Perón prefirió una salida pacífica. Y a día de hoy, muchos sostienen que este fue su error más grande. No obstante, sostengo que no lo fue. Al fin y al cabo, la política no sólo se trata de justicia. También se trata de prudencia. A veces, lo perfecto es enemigo de lo bueno, y lo correcto no coincide con lo conveniente.
Perón, en la misma entrevista que reconoció su error, afirmó: “Lo que quedaba por realizar era simplemente dejar que ellos hicieran lo que quisieran. Si el justicialismo tenía razón, iba a volver. Y si no tenía razón, quizás era mejor que no volviera”. Cuatro años más tarde, el 17 de noviembre de 1972, Perón regresó a la Argentina. Meses después, asumió su tercera presidencia con el 62% de los votos. El justicialismo tuvo razón. Y su conductor, pese al sinuoso camino que atravesó, también. Haber elegido el tiempo no fue un desacierto, sino tal vez su mejor decisión.
El peronismo nació el 17 de octubre, pero fue el 17 de noviembre cuando alcanzó su plenitud. Perón eligió el destierro antes que la sangre del pueblo. Y el pueblo jamás olvidó dicho sacrificio: la lealtad se pagó con lealtad. En este presente de proscripción, es menester recordar esto. El escenario es oscuro, pero no hay que perder la esperanza. Hoy, no hay mayor prudencia política que ser imprudentemente optimista. Los enemigos del pueblo siempre han elegido los medios más ruines: la prisión, el destierro, la desaparición y la muerte. Pero jamás han vencido al pueblo, porque este sabe que, como dijo Perón, “la vida es lucha y renunciar a esta es renunciar a la vida”.
El tiempo es superior al espacio. Y el tiempo es nuestro.
BIBLIOGRAFÍA UTILIZADA
Hobbes, T. (2018). Leviatán. Deusto.
Rousseau, J. J. (1975). Contrato social. Austral.
Schmitt, C. (2009). Teología política. Trotta.
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