La democracia en default
- Juan Martín Lembo
- 19 oct
- 5 Min. de lectura
Mientras la Argentina se encamina hacia las elecciones del 26 de octubre, una declaración lanzada desde Washington volvió a encender las alarmas. Donald Trump, con su habitual mezcla de empresario y predicador, soltó una frase que sonó más a advertencia que a comentario.
“Si Milei gana, nos quedamos; si no gana, nos vamos.”
No se trata este de un acto diplomático cotidiano. Se trata, en cambio, de una intervención política deliberada y de manual. En un país en el que gran parte de la economía depende del humor externo, cada palabra dicha en inglés puede tener precio en pesos.
Con la intención de amortiguar el impacto de las declaraciones, desde Casa Rosada calificaron a algunas de malentendidos, y a otras de interpretaciones malversadas por los medios de comunicación. Pero el poder no necesita notas verbales para imponer condiciones. Cuando el financiamiento externo se vuelve una variable electoral, el voto deja de ser un acto soberano para transformarse en un trámite de validación ante un prestamista. Esta la democracia en condición de default: formalmente vigente, pero subordinada a la confianza de los acreedores.
El respaldo financiero de Estados Unidos -esa especie de respirador geopolítico- se volvió indispensable para una administración exhausta. Con reservas en terapia intensiva y un Estado fracturado, el Tesoro norteamericano activó un swap de divisas por 20.000 millones de dólares y comenzó a intervenir en el mercado de pesos para evitar un colapso cambiario. A primera vista, un gesto técnico. En el fondo, un acto de tutela política.
Washington lo presentó con el lenguaje habitual: “estabilidad”, “reformas”, “confianza en los mercados”; pero ese vocabulario diplomático esconde una realidad vieja como el imperio: los países del sur siguen siendo piezas del tablero global de las que dispone la potencia del norte. La diferencia es que hoy las cadenas son financieras y no militares. La sumisión ya no se firma en tratados, sino en contratos de crédito.
Dependencia 2.0
Argentina vuelve a repetir la vieja coreografía del endeudamiento. Antes fue el Fondo Monetario; ahora es el Tesoro norteamericano. La forma cambia, pero el fondo persiste: el país pide permiso para existir. Cada dólar que entra compra un poco de tiempo, y vende un poco de soberanía.
Joseph Nye hablaba de soft power como la capacidad de influir sin usar la fuerza. Hoy vivimos su reverso en la coerción diplomática acompañada de un rostro amable. En nombre de la cooperación, se instala una lógica de subordinación que transforma la autonomía económica en una quimera. Ese el precio de la globalización sin estrategia nacional.
Desde la Casa Blanca, la estrategia es clara: a) contener el avance chino en países estratégicos; b) asegurar el alineamiento político del Cono Sur bajo la agenda del libre mercado; y c) blindar a la región con gobiernos previsibles y afines a sus intereses.
Argentina, con su litio, su gas y su posición estratégica entre los dos océanos, constituye un activo demasiado valioso para permitirle la neutralidad. Y Milei, con su discurso de alineamiento automático a Occidente, encaja perfecto en esa jugada. El problema que yace aquí no es el vínculo con Estados Unidos, sino el modo en que se lo asume: como dependencia en vez de cooperación económica real.
Pekín ofrece inversiones a largo plazo sin condicionamientos políticos; Washington ofrece liquidez inmediata a cambio de obediencia. Milei eligió el segundo camino. Pero, como nos enseñó Perón, nadie regala nada que no tenga precio. Y en este caso, el precio es la autonomía.
Los nuevos criollos del coloniaje
“Si malo es el gringo que nos compra, peor es el criollo que nos vende."
Arturo Jauretche lo advirtió con brutal claridad, y en ello no se limitó solamente al siglo XX. Hoy esos “criollos útiles” son tecnócratas globalizados, economistas que miden la soberanía en términos de riesgo país y dirigentes que confunden apertura con entrega. Hablan de “modernización”, “eficiencia” y “competitividad”, pero en el fondo reproducen una idea vieja: la Argentina solo puede sobrevivir si otro la tutela. Es el síndrome de la dependencia internalizada.
Ernesto Laclau explicaba que la hegemonía no se impone solo desde afuera, sino también desde las formas en que una sociedad organiza su deseo de orden. Cuando el discurso de la dependencia se vuelve sentido común, descartando en el acto cualquier tipo de alternativa, la dominación deja de necesitar ejércitos. El problema se torna más simbólico que económico. A esos mártires es que se acaba por ajustar el imaginario de una dirigencia que renunció a imaginar un proyecto nacional propio.
Democracia administrada
Byung-Chul Han diría que vivimos bajo una “sociedad del rendimiento”, donde la autoexplotación reemplazó a la represión. En la Argentina, esa lógica se traduce en una democracia que funciona como administración, y no como poder soberano. Gobernar se volvió gestionar, y gestionar terminó siendo obedecer. En nombre del pragmatismo, la política se vacía de contenido. Las decisiones se justifican en tecnicismos, los liderazgos se reemplazan por planillas Excel y la idea de Nación se diluye en la búsqueda de estabilidad. Pero la estabilidad sin proyecto es anestesia, calmando el dolor sin curar la enfermedad que lo genera.
Hannah Arendt advertía que el peligro de los tiempos modernos no era la violencia, sino la banalidad del poder: la obediencia convertida en virtud. Y eso es lo que vemos cuando un gobierno celebra la “confianza de los mercados” mientras la mitad del país vive en la incertidumbre y la desocupación. La democracia se vuelve rutina, el Estado se vuelve gestor, y el pueblo, espectador.
Entre historia y porvenir
Ya se cae de maduro cómo la pérdida de autonomía no depende del avance de los tanques, sino de la proliferación de acuerdos económicos desiguales. El comportamiento de las potencias viró de la invasión a la compra. Primero financian, segundo condicionan, y tercero deciden por sobre la potestad del otro. Todo ello bajo el argumeno de la presunta estabilidad.
Lo que se engendra aquí es una tutlea moderna, sin ocupación militar. Argentina necesita aliados, no tutores; cooperación, no subordinación. La independencia, en el siglo XXI, no se mide por las reservas del Banco Central, sino por la capacidad de decidir sin pedir permiso. El desafío pasa por reconstruir una estrategia nacional que combine apertura con control, inserción internacional con proyecto propio.
Advertencias finales
Lo que se pone en juego a partir de lo advertido supera la inmediatez de la coyuntura electoral. Lo ocurrido entre Trump y Milei constituye el claro reflejo de una época, en la cual los gobiernos débiles se convierten en sucursales ideológicas de potencias extranjeras.
Gutiérrez-Rubí sostiene que las democracias contemporáneas atraviesan una “crisis de confianza emocional”. Los ciudadanos ya no creen en la palabra de sus líderes porque perciben que las decisiones no se toman donde se vota, sino donde se financia. Ese divorcio entre voto y poder real es el verdadero default democrático.
Argentina no puede permitir que su destino se decida en otro idioma ni que su democracia se negocie en una mesa de créditos. Los pueblos que entregan su soberanía por un préstamo terminan perdiendo a la vez el dinero y la dignidad. Al fin y al cabo, una Nación no se mide por los dólares que dispone de prestado, sino por la voluntad con que defiende su propio destino.

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