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El papa Francisco y su legado teológico-político: el verdadero espíritu del cristianismo.

“Atrévanse a ‘ir contracorriente’. Y atrévanse también a ser felices.”

-Francisco


“El amor se construye como una casa, juntos, no solo”, dijo alguna vez Francisco, Jorge Bergoglio de nombre secular, argentino y jesuita, papa y soberano de la Ciudad del Vaticano. Una leyenda viva que hoy, mientras acaricia con sus manos las llaves de san Pedro, mantiene en vilo al mundo, conmovido por la idea de que su santidad tal vez se mude, de una vez y para siempre, al reino de los cielos.

La parca le respira en la nuca a Francisco, y eso nos atraviesa a todos: a varios, como católicos, practicantes o no; a otros, como argentinos, y a muchos más, como humanos. Mi caso es, en gran medida, este último. Soy católico. Sin embargo, dejé de creer en Dios a los 12 años —o eso creía—, justo cuando Bergoglio era ordenado papa. Por entonces, jamás me hubiese imaginado sufrir tanto la muerte del santo padre. En aquel momento, no sabía que iba a ser consecuente con aquella frase que pronunció en Brasil: “Hagan lío”. Francisco, a lo largo de estos años, se dedicó a honrar su prédica. Así, se convirtió en el faro moral de la humanidad. Y hoy, en tiempo de descuento, la mera idea de su eterno silencio nos hace ruido.

Si bien su legado será inmenso, hay un aspecto que destaca entre todos. En medio de una crisis de fe, recuperó el verdadero espíritu del cristianismo. Algunos, con mucho criterio, y bastante razón, sostienen que esta es una religión que, con la promesa del paraíso y la vida eterna, sólo opera como consuelo para los padecimientos de las oprimidos y las clases subalternas. El reino espiritual sería un mero desahogo para soportar las injusticias mundanas del reino terrenal. Lo que su santidad nos recordó es que, en verdad, este credo es mucho más que eso.

El cristianismo no es solamente una simple religión teísta. Hay en él un mensaje mucho más profundo, que excede los límites de las cuestiones que se refieren estrictamente a la verdad revelada. Más allá de lo netamente teológico, hay un valor político: la idea de una religión universal, que no es patrimonio de ningún pueblo elegido. Para los cristianos, todos somos iguales ante los ojos de Dios.

Francisco, durante su papado, nos recordó que nadie vale más que los demás. Una idea que, por raro que parezca, hoy lejos está de ser evidente. El mundo en general, y occidente en particular, sufre una profunda crisis moral. Hay muchas muestras de ello, que no es necesario enumerar. Una es, sin duda, el ascenso de las extremas derechas en el espectro político mundial. Un buen ejemplo fueron las últimas elecciones en Alemania, en las que los ultras tuvieron su mejor desempeño desde los tiempos del nazismo.

El orden liberal se resquebraja. Resumiendo, y sin entrar en detalles, su promesa fue un fracaso. Porque el liberalismo, por más atractivo que sea, anuncia más de lo que cumple. Pregona el igual estatuto moral de todos los seres humanos. Sin embargo, en los hechos, sólo fortalece la desigualdad. Y es esta desilusión la que alimenta a estos viejos monstruos, que renacen y vuelven a aparecer.

Frente a este escenario, son dos las posibilidades: la resignación o la acción. Es esta última el principal legado de Francisco. Con su mensaje, nos recuerda que un mundo mejor es posible. Sin renunciar al ideal igualitario del orden liberal, nos invita a creer que ese horizonte puede ser una realidad.

Hoy, lo que prima es la falta de sentido. El liberalismo nos sumió en un mundo en el que no hay nada más allá de lo individual. Francisco nos enseñó que eso es falso, que no se puede ser feliz en soledad. Recuperó, en términos políticos, lo más sagrado del cristianismo, la comunión: la unión común de todos los fieles, por la cual participan de algo que los excede, que los supera y va más allá de ellos. El verdadero espíritu del cristianismo, por fuera del orden teológico, no sólo es la idea de un más allá. Es, por el contrario, la idea de un más acá, que nos da un motivo para vivir. Lo que en verdad enseña el cristianismo es que el individuo sólo se realiza en y por los demás. 

Francisco, como nadie más, le devolvió la fe y la esperanza a un mundo que ya no tenía en que creer. Se avecinan tiempos oscuros y los monstruos nos amenazan. Hoy lo necesitamos más que nunca. Dios quiera que se quede un rato más. Aun así, es imperioso comprender que no siempre va a estar con nosotros. Algún día nos va a dejar, porque nadie es eterno, como él dijo alguna vez. Francisco cumplió su misión: nos dio algo por lo que creer. Ahora es tiempo de cumplir la nuestra: seguir creyendo. Porque “así es la esperanza, sorprende y abre horizontes, nos hace soñar lo inimaginable, y lo realiza”. Seamos realistas y hagamos lo imposible. Se lo debemos.


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